Hace años, muchos muchos, que lo llevo diciendo. Cuando tengo que impartir cursos a profesionales de la educación, trato de hacerles ver que nuestra educación, como está diseñada, solo sirve para fomentar el fracaso, la desmotivación, el abandono de los estudios. Y me doy cuenta de que los profesores lo entienden y lo comparten, pero no pueden hacer nada. No les dejan. Están encarcelados, aplastados por miles de papeles que, eso sí, no hacen otra cosa que rellenar, obligados a trabajar sin descanso en detrimento de la enseñanza que muchos de ellos querrían impartir, porque no les dejan. Porque el sistema les ahoga, les amordaza. Este sistema que está más que comprobado que ha fracasado. Niños cargados de deberes, agobiados y estresados, los pobres, con todo lo que les queda por delante para sufrir. Niños haciendo deberes hasta las mil, con exámenes en los que se juegan todo a un día, en un momento. Niños con necesidades especiales sin ayuda, desde hace muchos años, aquí en nuestra comunidad se han quitado ayudas a niños, desde luego mucho antes de la crisis, cuando en otras, como en la Rioja, donde acabo de estar, el TDAH (Trastorno de Déficit de Atención e Hiperactividad) está considerado como un trastorno que puede requerir una adaptación curricular significativa. No pasa lo mismo con nuestra autonomía. Para ellos, el TDAH es como si no existiera, como tantos otros niños que necesitan ayuda que les han quitado desde las alturas. Está claro que todo está fallando. Que este sistema está obsoleto y anticuado, agotado, fuera de todo sentido común. Si lo empleáramos, nos daríamos cuenta de que los niños no tienen una mente cerrada, sino maravillosamente plástica y que todo aquello que podamos hacer que entiendan, asimilen y creen (sí, crear, esa palabra que no se utiliza en nuestro sistema educativo porque está todo reglamentado y encajonado), hace que las conexiones neuronales (esas de las que tanto me gusta hablar) se produzcan más y mejor. No se trata tampoco de que no escriban, ni lean, ni memoricen, porque todo ella forma parte de nuestros procesos cognitivos. Se trata simplemente de hacerles partícipes de lo que estudian, de que relacionen lo que estudian con la vida, con la que fue o es o será. Que trabajen en equipo, que sepan organizarse desde pequeños, que los estimulen con todo el cariño y la vocación del mundo. Pregúntense, por favor, qué hemos conseguido hasta ahora: ¿nuestros educandos saben escribir sin faltas de ortografía? Hasta doctores en psicología tienen faltas graves en sus correos, palabrita. ¿Saben dónde queda el Ebro? ¿Son capaces de generalizar lo que estudian? ¿Saben quién es el presidente de tal o cual país? ¿Qué guerra nos liberó de distintos enemigos? ¿Qué pasa en el cerebro cuando alguien siente una emoción? ¿Saben, en fin, mucho de la vida que les va a tocar vivir? ¿O les obligan a estudiar horas y horas, a veces materias absurdas que no les aportan nada, ni les van a servir para nada y sobre todo que no van a hacer que ese cerebro, que les aseguro que vamos moldeando con nuestra interacción como adultos, sea lo que podría llegar a ser? Es por todo esto, por esa inteligencia emocional y por supuesto múltiple que ya pregonaba nuestro príncipe de Asturias Gardner, es por fin reconocida en un rincón de nuestra España. En Barcelona. Los jesuitas, con un par. Han apostado por el futuro, por una pequeña revolución que elimina barreras, que abre puertas, que ventila y deja que entre aire nuevo. Orgullosa de ser antigua alumna.